Haciendo autoestop/dedo por primera vez
Es mi último día en Laos, estoy a unos kilómetros de la frontera con Camboya y decido intentar cruzarla “a dedo”, es decir, haciendo autoestop para ahorrarme el transporte y así de paso conocer gente local. Otros viajeros me comentan que es relativamente fácil por el sureste, pero al ser mi primera vez estoy un poco nervioso.
A pesar de ser las 11 de la mañana, los 32ºC y la humedad sofocante pongo rumbo a la carretera principal decidido, cuando de camino me topo con un australiano de unos 40 años, que resulta ser un viajero trotamundos de impresionante bagaje, descubriendo durante varios años el mundo a dedo (en estos momentos debe estar en alguna de las exrepúblicas soviéticas en su camino hacia España).
Aún yendo en la otra dirección, me da unos consejos simples pero eficaces. Son solamente unos 15km de distancia, pero nadie va directo así que en total acabo montándome en tres vehículos: dos motos y una furgoneta tipo pick-up.
La moto pilotada por una mujer de unos 40 años que me acerca el último tramo hasta la frontera lleva una enorme caja de frutas y hortalizas que debo cargar encima mío, pero no importa porque… lo he conseguido!
Una vez en la frontera, habiendo pagado el visado y evitado las estafas de la policía, me sorprende que no haya ni autobuses ni nadie al otro lado, y el pueblo más cercano, Stung Treng, está a más de 60km.
Desolado, me doy cuenta de la triste realidad: es domingo (viajando así es relativamente sencillo perder la noción del tiempo), y no hay ningún tipo de transporte que haga itinerario hasta el pueblo. Un hombre que parece trabajar en la frontera me dice que me puede llevar en moto por 20 dólares.
Después de comer y pensarlo un rato acabo cediendo no sin antes regatear dos dólares, y es que no pasa absolutamente nadie para hacer dedo por esa solitaria carretera de domingo. E
l recorrido de una hora y media (en moto con dos mochilas y sin casco), se convierte en el trayecto más surrealista de mi vida: partes sin asfaltar con rocas, asfalto brutalmente deteriorado con socavones y agujeros inmensos, carteles rojos con una calavera indicando minas antipersona que llevan décadas sin ser desactivadas…
Por momentos temo por mi vida, sobretodo por la velocidad endiablada imprimida por el loco del conductor (para luego descubrir que la mayoría son así), aunque por suerte llego a Stung Treng de una pieza!
Visitando los templos de Angkor, el símbolo de Camboya
Durmiendo una noche en ese pueblo de paso, me dirijo a Siem Reap, ciudad que alberga los templos de la ciudad sagrada de Angkor, ruinas del mundo antiguo, en concreto del Imperio Jemer, uno de los más importantes de la historia de Asia.
Allí conozco a otros viajeros con los que en un tour con tuk-tuk descubro el complejo arqueológico. La visita, aunque larga y cansada, merece muchísimo la pena.
Por un lado está el icono de Camboya, Angkor Wat, dedicado al dios Vishnú, que me resulta algo decepcionante en parte porque al tenerlo idealizado en fotos la expectativa era máxima, pero sobretodo porque después de levantarme a las 4:30 de la mañana para ver allí el amanecer me doy cuenta no sólo de que no somos los únicos, sino que de hecho hay no decenas, sino cientos de personas con sus respectivas cámaras a la misma hora y en el mismo lugar.
A pesar de ello decidimos hacer el itinerario a la inversa para evitar el flujo de tours turísticos. Después de Angkor Wat llego a Ta Prohm, impresionante por los árboles que crecen encima de los templos, cuyas raíces se adentran en los resquicios más inhóspitos.
Para acabar me detengo varias horas obligado, y es que estoy ante el majestuoso Bayon, de espectaculares y enigmáticas caras esculpidas en piedra.
Al final del día acabo fascinado no sólo por la belleza de todo el recinto, sino por toda la historia que hay detrás, pero a la vez triste de ver un turismo poco responsable, viendo como muchísimos niños de 4-5 años son utilizados para pedir limosna y/o vender souvenirs.
La visita a los dos museos del Genocidio Camboyano en la capital, Phnom Phenh, me ayudó en parte a entender la cultura de mendicidad de algunas familias y en particular el uso de niños como reclamo para conseguir dinero.
Y es que los efectos colaterales de la guerra de Vietnam, el último de los cuales es el ascenso al poder de los Jemeres Rojos provocaron millones de muertos, mutilados y familias con secuelas de por vida (para saber más sobre el Genocidio Camboyano haz clic aquí).
Los habitantes de Camboya perdieron con ello la sonrisa y el país está todavía en periodo de posguerra. Tiene el reto de eliminar el analfabetismo, la corrupción generalizada y de recuperar la sonrisa. Aún y así actualmente turismo, economía y población crecen a un ritmo vertiginoso.
Descubriendo las islas camboyanas
Abandono la capital para adentrarme en el sur del país, donde hay una ciudad costera famosa por su fiesta y ambiente mochilero, Sihanoukville, desde donde viajo en barco a dos de las varias islas que tiene Camboya: Koh Rong Sanloem y Koh Ta Kiev.
Tanto una como la otra me sirven para desconectar durante unos días (no hay internet) del mundo «real». La primera, aunque tranquila, tiene bastantes resorts y están construyendo aún más para atraer turismo. A pesar de ello, hay algunos rincones realmente espectaculares, sin duda de las playas más preciosas y pacíficas que he visto en mi vida. Hay varias familias locales, miles de cangrejos minúsculos que cavan sus casas en la arena de la orilla y una vegetación tremendamente densa.
Un día al anochecer en medio de la selva entré en el territorio de unos monos que, enfurecidos, me provocan el susto del viaje, pero por suerte se queda en eso y no sucedió nada grave.
En cuanto a la segunda, Koh Ta Kiev, es una isla hippie prácticamente deshabitada, sólo hay un pequeño pueblo de pescadores que conviven con unos pocos occidentales, algunos de los cuales un día llegaron y montaron un “resort” + restaurante con la ayuda de locales. Actualmente hay sólo cuatro alojamientos donde se puede acampar/dormir, yo acabo durmiendo en uno parecido a la comunidad de la película “La Playa”, mi cama es una hamaca colgada de un árbol que crece paralelo a la orilla del mar.
Hago excursiones para explorar la isla, snorkeling o visito con otros viajeros una pequeña destilería de absenta con tujona. Además, sin internet hay dos opciones: lees un libro o te relacionas con los demás, y las largas e interesantísimas conversaciones con otros viajeros de alrededor del mundo hacen que alargue mi estancia.
Desgraciadamente, no faltan muchos años hasta que el holding empresarial chino-malayo que compró la isla se ponga manos a la obra para construir lujosos resorts y casinos. Siempre podré decir que estuve antes de su “remodelación”.
Apurando los últimos días, Kampot y Kep
Mis últimos días en Camboya me sirven para hacer una pequeña ruta culinaria, visitando dos pueblos muy rurales del sur llamados Kampot y Kep, ya cerca de la frontera con Vietnam que me tocaría cruzar en unos días.
En el primero pruebo un plato con la famosa y deliciosa pimienta de Kampot, una de las mejores pimientas del mundo; y en el segundo, a pocos kilómetros del primero en moto, está el mercado del cangrejo donde los locales pescan y venden todo tipo de marisco: sepia, almejas, calamares.
A mí personalmente el cangrejo no me gustaba, pero me recomendaron ir a un restaurante del mercado a probarlo y realmente al degustarlo me doy cuenta de que es, sin exagerar, uno de los mejores platos que he probado en mi vida: cangrejo con salsa de leche de coco, verduras, todo ello más fresco imposible.